martes, 29 de enero de 2013

Camino por el infierno

La carrera más dura del mundo es como una fantasía albergada en alguien que ha perdido la cordura. Una cita con la épica que engrandece la historia de un deporte



Aseguran que para alcanzar el cielo, primero hay que pasar por el purgatorio. En la carrera más dura del mundo, antes de alcanzar la gloria, que significa llegar al centenario velódromo de Roubaix, hay que sufrir los más de 250 kilómetros que le separan de Compáigne (ciudad a 55 Km al Norte de París, cuya iglesia principal recibe el nombre de Santiago El Mayor en ofrecimiento al Apóstol enterrado en Compostela).

Más de 250 kilómetros en los que el sufrimiento es sinónimo de gloria y en los que hay más de medio centenar llenos de pavés (aunque en muchos tramos, más que adoquines son piedras), lo que convierte esta prueba en algo más, mejor dicho: en mucho más.
La París-Roubaix nació de la idea de dos empresarios como preparación para la Burdeos-París, que en 1886 era la carrera ciclista más importante. Ni Théo Viennen ni tampoco Maurice Perez eran conscientes de que acababan de poner en marcha la clásica más legendaria, porque en la actualidad no solamente es la prueba pedalística más antigua del planeta, sino también la más dura y a la vez histórica, pero no únicamente por su complejidad, sino por todo lo que la rodea.

Cada segundo domingo del mes de abril todo el planeta ciclista centra su atención en las carreteras del Norte de Francia, aquellas que fueron definidas como un infierno por como habían quedado después de la primera Guerra Mundial, pero aquel calificativo ha servido perfectamente para explicar la cita que también recibe el sobrenombre de ‘la última locura’, porque para muchos corredores del pelotón disputarla es una locura, para otros un sueño.

“Es mágica. Uno se siente bien corriéndola, aunque el sufrimiento en las manos, en las piernas, en la cabeza… es mortal”, asegura el actual ciclista del Movistar Team, Carlos Oyarzun, que en las dos campañas anteriores militó en el Supermercados Froiz, con el que dio el salto al profesionalismo. El chileno disputó el pasado domingo su primera París-Roubaix, que no pudo terminar por culpa de una caída; sin embargo, eso no le impide expresar su enamoramiento por la prueba: “Uno se siente bien corriendo en el infierno”.

Para su compañero Iván Gutiérrez, vigente campeón de España de contrarreloj, la de este año fue su quinta experiencia, porque está enamorado “de una carrera única. Es tan dura como increíble. Se sufre, pero a la vez uno es feliz”.

Esa pasión surge de un recorrido que reúne, en su tramo final, 27 sectores de pavéss -calificados con estrellas desde una hasta cincoque son verdaderas torturas por su estado. Caminos que no son ni aptos para los coches, pero por los que ‘vuelan’ los ciclistas camino de Roubaix.

El sufrimiento no solamente está en superarlos, sino en la tensión que se vive en el pelotón. “Duele más la cabeza que las piernas. Puedes estar muy fuerte, pero si no te colocas bien, no vale de nada”, reconoce el chileno Carlos Oyarzun.

Los nervios o las pugnas por una buena posición provocan muchas de las numerosas caídas, que en más de una edición tiran al traste las aspiraciones de algunos de los principales favoritos, como este año le sucedió a Sylvain Chavanel o al belga Tom Boonen que, sabiendo lo que es ganar tres veces en el velódromo de Roubaix, dice que el Infierno del Norte es el infierno verdadero, porque “es como si en cada pavéss se rompiera cada músculo de tu cuerpo”. Pero en cada adoquín hay gloria, porque el ciclismo, resquebrajado por las heridas de los intereses, está sustentado en la épica o en las hazañas de la lucha contra la lógica.

Alguien cuerdo se alejaría de este aparente sufrimiento, pero son pocos los que tras correrla reniegan de ella. Octave Lapize, que también ganó tres veces en el velódromo de Roubaix, justo al coronar por primera vez el Tourmalet en el estreno pirenaico del Tour, se bajó de la bici, cogió a uno de los organizadores por las solapas y le dijo: “Asesinos, son ustedes unos asesinos”.  Aquella dureza le pareció inhumana.

Esa sensación la han tenido casi todos después de correr la París-Roubaix, que con lluvia o sin ella es extrema. Rostros llenos de barro, de polvo, escenas de agotamiento límite, sangre… son normales tras la batalla en un medio tan hostil para el ciclista como son los adoquines. Por un rato todos reniegan del invento de Perez y Vienen, menos el que tiene el honor de levantar hacia el cielo el pavés con el que se premia al ganador. A muchos les puede parecer un simple trozo de piedra, pero es la razón de ser de esta leyenda. No en vano, en el Infierno del Norte nada es lo que parece.

La dureza extrema sabe a gloria, ese trozo de mitología reservada para unos cuantos elegidos. Cada edición es el guión de una historia épica, de una prueba cuya leyenda está escrita con la tinta del sudor, las lágrimas y la sangre de aquellos que siguen aumentan- do la gloria de la carrera más dura del mundo, porque ganarla es alcanzar la eternidad, pero acabarla es conquistar la gloria.

 Reportaje publicado en abril de 2011