martes, 10 de diciembre de 2013

La leyenda del agua a la que el tiempo hizo olvidar

El pontevedrés Manuel Estévez Rodríguez se convirtió en 1940 en el primer nadador gallego de la historia que subía al podio de un Campeonato de España, una hazaña de incalculable valor que no fue produzto de la casualidad, ya que en el primer lustro de los años cuarenta del siglo pasado fue considerado como uno de los mejores bracista españoles, acumulando medallas y récords en los diferentes campeonatos nacionales a pesar de la falta de medios -en nuestra comunidad no había piscinas- y de recursos. El momento en el que vivió hizo pasar al olvido a un deportista que, a punto de cumplir los 93 años tiene, por derecho, un lugar en los anales.

Un día a un grupo de chiquillos que jugaban en As Corbaceiras les dijeron que se tiraran al agua, que fueran hasta la otra orilla y regresaran; cuando el último volvió a tocar tierra firme, al primero le dijeron que había sido seleccionado para tomar parte en competiciones locales y regionales para posteriormente poder acudir al Campeonato de España.

La escena se remonta al verano de 1939, cuando tan solo habían transcurrido unas cuantas semanas del final de la Guerra Civil y el chaval que había llegado primero pensaba que “me estaban tomando el pelo”, confiesa cuando han transcurrido más de 74 años de aquella situación, y a punto de cumplir los 93 años (lo hará el próximo 8 de enero), Manuel Estévez mantiene fresca en su abundante memoria muchos de los recuerdos de una juventud en la que el niño que nadaba más rápido que nadie en el Lérez se transformó en uno de los mejores nadadores de la historia de Galicia.

Manuel Estévez nació, por expreso deseo materno, en Ponteareas, de donde era originaria su familia porque “mi madre fue a dar a luz allí, pero llevaban tiempo viviendo en Pontevedra y a los pocos días volvieron para allí”, confiesa alguien que lleva residiendo desde hace 60 años en A Coruña –“desde que me casé”-, pero que reconoce que, “por encima de cualquier sitio, me siento de Pontevedra”.

En los años 20 y 30 del siglo pasado el río Lérez era uno de los epicentros de la actividad social, deportiva y lúdica de la ciudad, que miraba mucho hacia él. Al mismo tiempo era el gran escenario de la actividad deportiva, especialmente la zona de As Corvaceiras, donde los partidos de waterpolo, las travesías o las carreras de velocidad eran constantes. También era el lugar donde los jóvenes, y los que no lo eran tanto, se divertían en su tiempo libre, entre ellos; un chaval al que los deportes no se le daban mal, pero que nunca se había planteado tomarse en serio el deporte, pero la visita de aquellos entrenadores le cambió la vida.

Estévez se enroló en el Marítimo -club que a raíz de su fusión con el Náutico en 1958 se transformó en el actual Naval de Pontevedra-, con el que comenzó a tomar parte en las primeras competiciones, que tenían un carácter local, provincial o universitario hasta que en 1940 logró participar en el Campeonato de España, que la Federación Española concedió al Náutico de Vigo.

El evento no solo fue un reto para el pontevedrés, sino también para la organización, ya que en 1940 Galicia no contaba con ninguna piscina –la primera se inauguró al año siguiente en A Coruña, en el antiguo solar de la cárcel, donde ahora está el Hotel Hesperia Finisterre-, por lo que en la dársena del puerto se ‘aparceló’ una parte del mar y se instalaron las diferentes calles. El campeonato se incluía en los actos de homenaje a la Marina Española, pero por la falta de instalaciones adecuadas no se pudieron celebrar los concursos de saltos. Se dieron cita miles de personas que trataban de olvidar las heridas de la reciente Guerra Civil, así como los mejores nadadores españoles que resistieron al conflicto bélico.

La natación gallega apenas tenía bagaje. La federación regional se había constituido a principios de los años 30. Las pocas referencias históricas eran el marinero ferrolano, Abelardo López Montovio, que estuvo a punto de ir a los Juegos Olímpicos de Amberes de 1924, en los que el pontevedrés Luis Otero fue plata con la ‘furia española’ de fútbol, pero por las presiones recibidas el COE optó por no convocarlo. Así como en el primer lustro de los años 30, los coruñeses Casteleiro, Miranda, Bremón, o Campanioni, o los vigueses Joan Docet y Josep M. Puig (dos catalanes que mostraron a sus compañeros las excelencias del estilo crol, desconocido para ellos), Rivas, Concejo, o Castiñeiras.

Las expectativas de la representación gallega eran mínimas. Toda la atención estaba centrada en otros deportistas, pero de repente surgió la figura imponente de un joven pontevedrés de 19 años que se colgó la medalla de plata -se daban copas- en los 200 metros braza (en aquella época se llamaba braza de pecho), solo superado por el que en los siguientes años sería uno de sus eternos rivales, Garamendi, mientras que la tercera plaza fue para Sabaté. Los tres dominaron durante lo años 40, a nivel nacional, las diferentes pruebas de esta especialidad.

La mayoría no salía de su asombro, como reflejan las crónicas de la época, porque Manuel Estévez solamente era conocido a nivel local y un poco en Galicia. “Si ese campeonato no hubiera sido en Vigo, con toda seguridad no hubiera podido participar, pero al ser tan cerca se habían hecho pruebas de selección y tenía más posibilidades”, reconoce bajo la atenta mirada de su esposa y de sus hijos. Las anécdotas e historias se van sucediendo de manera espontánea en la conversación. Se mezclan los recuerdos y entre ellos hay un espacio especial para aquella competición porque, “aunque la piscina no la homologaron, aquella tarima flotante era todo un invento. Tuvieron mucho mérito”.

La medalla de plata, la primera en la historia de la natación gallega, hizo que el nombre de Manuel Estévez comenzase a aparecer en los periódicos de la época de una ciudad en la que ya era conocido y cuyos vecinos conocían sus hazañas deportivas gracias a los trofeos que iban apareciendo en el escaparate de un comercio de la calle de La Oliva llamado ‘El Globo’. “Después de una competición el dueño de la tienda me dijo que si quería podía poner allí el trofeo, y a partir de ese momento siempre que conseguía alguno se lo llevaba. Siempre me decía: tú tráeme más”. El guante siempre era recogido por un chico que, además de la natación, también practicaba atletismo -ganaba siempre en 200, 400, 4x400 y altura- y jugaba en la liga de fútbol de modestos como portero del Noácido y El León y en la de federados con el Crispa y al balonmano a once en la recién fundada Sociedad Deportiva Teucro, de la que fue uno de sus primeros integrantes.

La consecución de más trofeos no era sencilla no solamente por las evidentes dificultades deportivas, sino por la falta de pruebas y la lejanía, no solo kilométrica, de Galicia con respecto a los sitios que eran los centros neurálgicos de la natación española, especialmente Canarias, Madrid y Cataluña.

Animado por su estado físico, por el recuerdo de lo sucedido en Vigo y por su pasión por el deporte, decidió ir al Campeonato de España que al año siguiente, 1941, se celebró en Palma. Fue el único gallego que acudió y el viaje fue toda una proeza. “Primero fui en el tren de mercancías a Madrid, después cogí otro a Valencia desde donde, en barco, llegué a Palma después de una travesía de varios días” porque “el transporte no era como el de ahora”.

Galicia, a pesar de presentar solo a Manuel Estévez, logró un espectacular quinto puesto por regiones, únicamente superada por potencias como Cataluña, Castilla, Baleares y Canarias, y por delante de otras como Valencia, Asturias y Andalucía. “El día del desfile inaugural iban llamado uno a uno a los equipos. Cada selección llevaba 12 o 14 nadadores, además de entrenadores y directivos, y de repente dicen Galicia con un único deportista: ¡Estévez! Y el público, sorprendido, comenzó a aplaudir”.

Aquel Campeonato de España fue el preámbulo de su mejor año deportivo, el de 1942, en el que el pontevedrés se consolidó como uno de los mejores bracistas de nuestro país. Todas las competiciones se convirtieron en verdaderas exhibiciones. En la cita nacional fue tercero en 200 y 400 metros, aunque su gran recital llegó en la primera edición del Campeonato Nacional de Educación y Descanso, en el que alcanzó el primer puesto en las dos distancias y batió el récord nacional de los 400 braza y fue, de los 257 participantes, el que obtuvo la mejor puntuación.

Llegó a poseer -mejorándolos en varias ocasiones- los récords gallegos de 100 (1'26”), 200 (3'8”) y 400 (6'56”), así como el de 3x100 estilos, además de la marca nacional de Educación y Descanso en los 400. La suspensión, por culpa de la Segunda Guerra Mundial, de los Juegos de 1940, que se iban a celebrar en Helsinki, y los de cuatro años después, que estaban asignados a Londres, impidieron que el pontevedrés estrenase una condición olímpica, que se había ganado en el agua. Su marca personal en el doble hectómetro significaría ser finalista en los Juegos anteriores (Berlín 36) y posteriores (Londres 48) al conflicto bélico.

Se mantuvo en activo hasta finales de los años 40, aunque nunca perdió contacto con la natación. A mediados de esa década comenzó a desaparecer de los primeros puestos a nivel nacional, pero seguía siendo imbatible en Galicia.

El paso del tiempo fue olvidando la figura del primer grande de la natación gallega. Un deportista ejemplar al que solamente la época que le tocó vivir le impidió conseguir las cotas que posteriormente tuvieron otros con menos méritos. Ahora que mira la vida de reojo Manuel Estévez Rodríguez conserva en su veterana memoria los recuerdos de una época en la que, de por sí, ser deportista era una heroicidad, por lo que describir una trayectoria como la suya alcanza categoría de leyenda.

Estrecho

Aseguran que todos los deportistas tienen un sueño por cumplir. El de Manuel Estévez Rodríguez es el de cruzar a nado el Estrecho de Gibraltar. Una vez, en los años 40, leyendo un periódico, descubrió que una inglesa, Mercedes Gleitze había logrado tal hazaña en 1928. Aquel desafío le entusiasmó, comenzó a surgir en su cabeza la posibilidad de seguir las brazadas de la británica, y más teniendo en cuenta que él era un especialista en travesías, no en vano en su palmarés existen numerosos éxitos en este tipo de competiciones.

Comencé a entrenar y a buscar más información sobre cruzar el estrecho”, explica con añoranza porque “era un reto que me apasionaba”, pero finalmente hizo caso a aquellos que le aconsejaban que “no lo hiciera porque eran 14 kilómetros con el mar a bajas temperaturas”.

Nadie confiaba en el pontevedrés porque “me decían que no tenía la musculatura suficiente para soportar esas bajas temperaturas”. A los primeros comentarios negativos no les hizo caso, pero a la postre sucumbió a esas voces críticas. 70 años después reconoce que en cierto modo se arrepiente porque “hubiera sido bonito poder conseguirlo”. Además, de haber cruzado el Estrecho con éxito, se habría convertido en la segunda persona en lograrlo, en el primer hombre y también en el primer español, porque hasta que el 2 de septiembre de 1948 Eduardo Villanueva llegó a la orilla africana ningún español lo había intentado.

A lo largo de su carrera deportiva destacó en algunas de las travesías más importantes que se celebraban en Galicia. Ganó en dos ocasiones la de Navidad de Vigo que se celebraba en el puerto a la altura de Guixar; de ella todavía recuerda “el frío espantoso que pasamos porque era finales del mes de diciembre”. En 1943 logró el tercer puesto en la Travesía al Puerto de A Coruña.

Para este tipo de pruebas tenía la ventaja de que durante muchos años el único lugar donde nadó fue el río Lérez. “Entonces no había piscinas”. Las competiciones y los entrenamientos se hacían a partir del mes de mayo hasta septiembre, y allí coincidía con Roberto Ozores, Muruais, Malecho, La Rocha...

El rescate del cerdo

A principios de los años 30 del siglo pasado el río Lérez tenía una frenética actividad. Era uno de los lugares de recreo preferido por los pontevedreses y donde los amantes a los deportes acuáticos tenían la oportunidad de practicarlos. Nombres como los de José Rodríguez Ruibal ‘Pepe Malecho’, Armando Casteleiro, Clemente Echevarría o el propio Muruais estarán siempre unidos a este cauce fluvial.

Entre los numerosos pontevedreses que disfrutaban del río estaba Manuel Estévez, que vivía en la rúa Real a la altura de la fuente de los Tornos. Un chaval que generaba admiración entre sus coetáneos por su capacidad natatoria. En las épocas estivales estaba siempre cerca del río y eso le hizo vivir situaciones de todo tipo, algunas de ellas realmente singulares.

Cuando era un chaval vio cómo un señor que se dirigía hacia el puente de A Barca, por la orilla del actual Mercado, comenzaba a gritar y bracear. Cuando se acercó a él escuchó que los lamentos se debían a que la cría de cerdo que llevaba atada a una cuerda se estaba ahogando en el río sin que nadie hiciera nada. Todos daban por perdido al porcino cuando el joven Manuel Estévez se arrojó al agua vestido con ropa de calle, nadando se acercó y lo primero que hizo fue cogerle de una oreja para que no le mordiera. Haciendo gala de sus cualidades, lo fue acercando hasta tierra firme ante la atenta mirada de la multitud que se había congregado.

Los lamentos se transformaron en gritos de alegría según Manuel se iba acercando a la orilla, mientras hacía que el cerdo no hundiera el hocico en el agua para que no se ahogase. La aventura tuvo un final feliz. El buen señor recuperó el cerdo y el joven nadador recibió numerosas felicitaciones, “aunque no me regaló ni un jamón”, comenta entre risas. Estévez, que todavía no era el gran campeón que posteriormente fue, comenzó a crearse una reputación.

El rescate del que se siente más orgulloso se produjo cuando estaba viviendo en A Coruña. Fue en la piscina de La Solana en una tarde de verano en la que se cayó al agua una niña pequeña que no sabía nadar. Nadie se dio cuenta del incidente hasta que de repente escucharon un grito, una vez más Manuel Estévez se lanzó al agua y sacó a la niña que llevaba un tiempo en el agua, por lo que había perdido el conocimiento. Los ejercicios de primeros auxilios que le practicó fueron cruciales para que recuperase su actividad.

En aquella época las carreras en el agua eran a diario. Cualquier excusa era perfecta. También se adentró en el waterpolo –denominado polo acuático-, que era un deporte que generaba una inusitada atención en Pontevedra tanto por practicantes como por espectadores, no en vano cada partido que se celebraba en la dársena de As Corbaceiras, en las inmediaciones de la actual sede de la Autoridad Portuaria, era una auténtica fiesta.

Aquel grupo de amantes de la natación también se divertía protagonizando saltos, que habitualmente tenían su base en el viejo puente del tren, pero los más valientes en más de una ocasión se atrevían a tirarse desde el de A Barca (más de 14 metros). Entre ellos estaba Manuel. “Era toda una aventura. Tirarse desde el puente del tren era lo habitual, pero cuando subíamos al de A Barca la gente se concentraba en las orillas muy pendiente de lo que sucedía”, comenta antes de añadir que “éramos jóvenes e inconscientes”.




lunes, 13 de mayo de 2013

El Olimpo de los héroes

La épica concentrada en poco menos de dos kilómetros porque en el planeta hay lugares y lugares. Algunos, unos pocos, diseñados por los dioses en busca de la  heroicidad y construidos por el diablo porque solo en el ciclismo el infierno está al lado del cielo, no hay purgatorio.

Los dioses celtas escogieron su morada con vistas al Atlántico y bañada por el agua de una cascada. Allí vieron el transcurrir de los años hasta que un día otros dioses, los del ciclismo, transformaron aquel sitio, en la Meca de la épica, la heroicidad y la hazaña, convertida en carne y hueso.

Regado con las gotas que derramaba el romper del agua mezcladas con las del sudor y dulcificadas por lo rayos de sol, el camino del Olimpo fue escenario de la batalla de las batallas jamás contada, aquella basa en la autenticidad de los pedales, en el esfuerzo del ser humano con el único de objetivo de superarse a si mismo, sin más pensamiento que doblegar la ‘rampa del infierno’ –una cuesta de cemento de poco más de cien metros solo está reservada para los valientes-.

Resguardada por la brillantez de una cascada y por los recovecos de la carretera, el universo ciclista descubrió el 30 de agosto del pasado año un nuevo muro dispuesto a disfrutar de su particular historia mitológica, cuyo primer capítulo escribieron los héroes de La Vuelta 2012.

Ézaro fue el lugar escogido por Joaquim Rodríguez para cimentar sus sueños de ganar la ronda española, por Contador para no doblar su rodilla ante la adversidad en su regreso a la rutina y de Valverde para demostrar que los ciclistas son diferentes, que su alma está  hecha para buscar la alegría a través del sufrimiento.

‘Purito’ llegó primero. Lo hizo demostrando que los muros están hechos para él. Levantó los brazos hacia el cielo convertido en gloria, pero el que ganó fue el ciclismo porque adhirió para su particular causa, la de la épica, un lugar en el que habitan los dioses: Ézaro. En La Vuelta nada es igual desde ese día.

Fdo. David Acevedo López, periodista y descubridor de Ézaro para La Vuelta

sábado, 13 de abril de 2013

Gooooooooooooooooool de Ceresuela, 50 años de una hazaña

 Pasaban los minutos de la tarde del domingo 14 de abril de 1963 y el corazón de los pontevedreses se encogían cada vez porque el sueño del ascenso cada vez estaba más lejos. Se mascaba la tragedia después de que los granates lograsen una épica victoria, con remontada incluida, una semana antes el viejo estadio de la carretera de Sarriá de Barcelona ante el Espanyol. Un punto, un solo punto, era lo que separaba a las huestes de Rafa Yunta Navarro de la gloria, enfrente un Celta que no se jugaba nada, aunque posteriormente se supo que todos sus jugadores tenían una prima de 30.000 de las pesetas de antes por parte del club periquito si lograban doblegar a los granates.

El dominio céltico fue total. Se adelantó en el marcador y el choque transcurría por los cauces de la desgracia. Tanto luchar para terminar así, debieron pensar muchos de los que abarrotaban el campo del barrio de O Burgo. La tarea parecía hasta que el destino tenía reservado el momento más brillante. Quedaban siete minutos para que se cumpliera el 45 de la segunda parte cuando el navarro Recalde, uno de los fichajes de esa temporada, sacó un córner desde el banderín que une la grada de Norte con la de Preferencia, despejó de puños Cantero, el portero del conjunto olívico, el rechace en la frontal del área llegó a Ferreiro que pasó a Rafa Ceresuela, otra de las incorporaciones de esa campaña, y de repente:

¡Goooooooooooooool de Ceresuela!

Un gol y un sueño hecho realidad. Empate a uno y los granates acariciaban el punto que necesitaban para ascender de manera directa, el segundo promocionaba. El estadio fue un clamor. A continuación del tanto de Ceresuela llegaron los abrazos, la explosión de júbilo, no solamente de los que estaban en el campo sino de los que escuchaban el partido por la radio, de los que estaban cerca del campo y escucharon el griterío del pueblo. También hubo abrazos y posteriormente tensión porque quedaban siete minutos o mejor dicho: siete eterno minutos.  Después de tanto sufrimiento nada iba a impedir para que el Pontevedra lograra la mayor hazaña de su historia.

Tres  años después del ascenso de La Puentecilla llegó otra mejoría de categoría, pero ahora era a Primera División, el paraíso, el reino de los grandes que tenía un nuevo invitado.

Al día siguiente se supo que aquel gol de Ceresuela había tenido su intrahistoria porque antes de marcar el delantero zaragozano tuviera que salir del terreno de juego para atarse la bota y sin darse cuenta –se enteró al día siguiente cuando se lo contó un miembro de la Policía Armada-  se sentó encima de un ajo, el policía tuvo la corazonada de que iba a marcar y estuvo en lo cierto.

Ese gol marcado por Ceresuela, un día como el de hoy, y empujado por el aliento de toda una ciudad hizo que la temporada 1962-63 pasara a la historia como la del primer ascenso del Pontevedra a Primera División del fútbol español. Después de una campaña marcada por la regularidad y el absoluto dominio sobre los rivales que se acercaban a Pasarón a tratar de cosechar algún punto que atenuase su andanza por la castigadora Segunda División, el Pontevedra se alzaba con el liderato final del grupo septentrional de la categoría de plata del balompié ibérico y se hacía acreedor de una plaza en la máxima división española.

Lo curioso del éxito granate, que lo hace más extraordinario si cabe, eran las expectativas que se habían creado por aquel entonces en la capital, a principios de la temporada: se aguardaba un año en el que el objetivo debía ser mantener la tranquilidad y la estabilidad en una categoría que parecía el tope de las aspiraciones del equipo.

Nada más lejos de la realidad, un puñado de valientes se revelaron contra el orden establecido por aquel entonces e hicieron honor a la camiseta que vestían luchando hasta la extenuación por la victoria en cada partido hasta desmentir las previsiones que condenaban a la sabia granate a sedentarizarse en aquella Segunda División. Con tan sólo cinco derrotas, únicamente una, contra el Constancia de la población mallorquina de Inca, en casa, y con victorias trabajadas y costosas en su mayoría, sobre rivales de entidad, el Pontevedra se alzaba con el título y llegaba a Primera.

Los responsables principales, los jugadores, repetían en gran porcentaje, el grupo de la campaña anterior. Cuatro incorporaciones, llamadas a reforzar la estructura y a dar continuidad al trabajo de la temporada previa hacían concebir esperanzas de un año de sosiego. Recalde, llegado del Club Atlético Osasuna, Ceresuela del Real Zaragoza, Tucho del Real Club Celta de Vigo y Carlos del Club Deportivo Choco de Redondela eran los nombres con que se conocería a los recién llegados. Sin duda, los dos primeros se convertirían en responsables directísimos de la proeza lograda en aquella campaña.

No menos importante se podía considerar a ‘Rafa’, Rafael Yunta Navarro, un entrenador con carácter ganador, capaz de ascender a otros equipos con anterioridad y que llegaba desde Burgos, tras ascender a los castellanos a la categoría de Plata. Bajo la presidencia de Miguel Domínguez Rodríguez, aquel equipo, aquel club asombró al panorama futbolístico español y logró cotas impensables para los analistas que contemplaban el milagro desde el exterior.

Con tan sólo 2.710 socios y 2.2 millones de pesetas para una larga temporada, concebir el ascenso en versión granate parecía una utopía mayor de la que los realistas aficionados de la ribera del Lérez se habían creado. El éxito deportivo lastró económicamente al club, que se vio obligado a gastar 300.000 pesetas en primas para la plantilla por lograr el impensable objetivo. En total, 900.000 pesetas de déficit eran las que el club tenía que obtener de debajo de las piedras para salir del paso y poder verificar en los despachos lo que había demostrado en los rectángulos de hierba. La ciudad respondió nuevamente de un modo excepcional. Realizada la campaña del millón, los ciudadanos de Pontevedra, en una época en la que la capital no podía presumir de bonanza económica, ‘inventaron’ 1.010.400 pesetas, más que suficientes para salvar los intereses deportivos del club, en menos de un mes de plazo. Promotores de la campaña, merecen ser recordados los periodistas de Radio Pontevedra, dos acérrimos seguidores del club como Balbino de las Fuentes Mora y Ricardo Barajas.

La ciudad había vuelto a responder y a aumentar la leyenda de un equipo humilde que se colocaba entre los grandes y que no tardaría en ser conocido en todos las esquinas de la geografía española. El mismo espíritu guerrero que manifestaba la ciudad, la lucha sin final hasta permitir que el equipo pudiese disfrutar del sueño por el que había trabajado hasta la extenuación, empapó a los jugadores, al cuerpo técnico y a la directiva del cuadro granate. No tardaría en manifestarse en los campos de fútbol más importantes de España, algunos de ellos, de los equipos más grandes de Europa. De nuevo superados los problemas económicos, salvados los números rojos que llevaban años tratando de intimar con el granate sin obtener el éxito de corromperlo, el Pontevedra afianzaba el espíritu de un equipo guerrero, con jugadores guerreros respaldado por un pueblo guerrero que daría mucha guerra a todos los equipos que pisaron su campo de fútbol. Ni uno sólo de los medios de comunicación con tirada nacional dejaron de lado los éxitos de los granates.

Las portadas y los noticiarios se inundaron de informaciones del Pontevedra: aquel simpático equipo de una pequeña ciudad, con unos humildes y no excesivos habitantes, que habían alcanzado contra todo pronóstico, incluido el de ellos mismos, la máxima categoría del fútbol español.

La leyenda del hueso imposible de roer, que enloqueció a una ciudad y marcó una época en España, empezaba a escribirse aquel año.

domingo, 7 de abril de 2013

50 años no son nada

El 7 de abril de 1963 no fue un día cualquiera. Cantaba Carlos Gardel que 20 años no son nada, pues han pasado 50 y en Pontevedra se recuerda todavía lo que un grupo de futbolistas, vestidos de granate, hicieron en Barcelona donde, tras ganar al Espanyol, con remontada incluida, se acercaron a la utopía del ascenso a Primera División.

24 horas después, un día como el de hoy, pero de hace medio siglo, la ciudad se echó a la calle para recibir a sus héroes. Desde que el árbitro pitó el final las calles se abarrotaron de unos aficionados, y también de los que no lo eran, que  festejaban la hazaña del equipo de Rafa Yunta Navarro, porque  lo que parecía meses atrás una utopía que posteriormente se transformó en un sueño colectivo, se convirtió en una extraordinaria realidad: el Pontevedra solamente necesitaba un punto para entrar en el reino de los grandes del fútbol español. Una ciudad de poco más de 40.000 habitantes estaba muy cerca de competir de tú a tú con el Madrid de Di Stéfano o el Barcelona de Kocsis.

“Desde cien kilómetros antes de Pontevedra ya había gente en la carretera”, recordaba el jueves pasado Rafael Ceresuela, uno de los protagonistas de la hazaña al conseguir en la última jornada liguera el gol que significaba el empate ante el Celta, que a la postre materializaría el ascenso.

La fiesta fue total. La ciudad vivía con intensidad las noticias que llegaban desde Barcelona gracias a la retransmisión de Radio Pontevedra, se le encogió el corazón con el gol de Castaño al poco de empezar (minuto 7), se ilusionó con la igualada de Vallejo, de cabeza, antes del descanso y acabó entusiasmándose cuando, al poco de reanudarse el encuentro, el navarro Recalde establecía el que acabaría siendo el definitivo 1-2 tras una portentosa actuación del portero granate Gato, cuyas paradas sirvieron para que el semanario  ‘Vida Deportiva’ titulase ‘Más que un gato, un felino’.

Con el pitido final de Rigo, Pontevedra explotó de alegría. Aquel día de abril entró en los anales de la historia. Parecía que no pasaban las horas para poder recibir a los integrantes del equipo granate, que se recorrieron en autobús los mil kilómetros que había entre la ciudad condal y la capital de las Rías Baixas, a donde llegaron entrada la noche, pero eso no fue impedimento para que miles de persona se dieran cita alrededor del Santuario de La Peregrina. Los jugadores, entrenador, miembros del cuerpo técnico, directivos… fueron aclamados. El ascenso, matemáticamente, no estaba logrado, pero sí lo más complicado que era llegar a la última jornada dependiendo de sí mismo tras ganar, en su campo, al segundo clasificado.

Aquel 8 de abril dio paso a seis días en los que el único tema de las conversaciones era el siguiente encuentro contra un Celta que no se jugaba nada y ante el que el Pontevedra disponía de una oportunidad única. Su extraordinaria trayectoria le había colocado en un lugar preferente. Todo se jugó en 90 minutos. Lo que sucedió el 14 de abril por todos es sabido: el conjunto granate empató.

martes, 19 de febrero de 2013

En su justa medida

Pocos equipos son tan fiables en el deporte de alta competición como la selección española de fútbol sala

 
 
Cinco últimos Mundiales y otras tantas finales, en dos de ellas levantó el máximo trofeo. Ese es el balance de una selección española que ayer se quedó a las puertas de conseguir un nuevo título universal. Un bagaje que cualquier equipo firmaría y de nuevo perdió una final peleando hasta el último suspiro. Hace cuatro años cayó en la tanda de penalties y ayer, a menos de 20 segundos para la conclusión de la prórroga.

La fiabilidad de ‘La Roja’ de fútbol sala es envidiable. 16 años al máximo nivel, algo que ni si quiera ha podido firmar Brasil, a la que España apeó de la final en 2004. El fútbol sala de alta competición ya no es un deporte de mínimos. Cada vez son más los países que son una referencia. El estar siempre luchando por los títulos desvirtúa los méritos, especialmente en un país como el nuestro, pero la trayectoria del equipo español es absolutamente envidiable.

Hace 15 años se decía que verdaderas potencias había cuatro o cinco, pero este deporte ha evolucionado, tanto en cantidad como en calidad. El Mundial que terminó ayer lo disputaron 20 selecciones, de las cuales cinco o seis pueden dar un disgusto a España o Brasil en cualquier momento. En Europa, Rusia, Italia, Ucrania, Portugal y España son lo referentes actualmente, hace algo una década había una gran distancia entre Rusia y España y el resto. El mérito radica que mientras los demás viven ciclos, nosotros nos mantenemos en la élite. España ha disputado la final –ganó seis- de siete de lo ocho Europeos celebrados y en el Mundial nunca se ha bajado del podio.

El éxito cotidiano hace que no se valore en su justa medida los logros. Si España se pasara un tiempo sin luchar por el título en las grandes citas, el día que lo volviera a hacer nos daríamos cuenta de lo mucho que cuesta estar siempre en la élite.

domingo, 17 de febrero de 2013

El cambio del COE

Con rotundidad, el deporte olímpico español sigue confiando en Alejandro Blanco, que ha sido reelegido para un tercer mandato al frente de un COE que se ha transformado desde su llegada en 2005. Hasta aquel entonces era como una agencia de viajes que, cuando tocaba, organizaba un amplio desplazamiento a un determinado lugar; sin embargo, en la actualidad es el organismo con más prestigio del deporte de nuestro país.

Su gran mérito es haberle dado contenido al Comité Olímpico Español, que se ha implicado de manera activa en el día a día de nuestro deporte, cuyas gentes lo tienen como referencia. Hace varios meses las federaciones deportivas pidieron que liderara la lucha por los recursos y cuando un deportista lo necesita sabe que las puertas del COE se abren. Ahí están los casos mediáticos de Cal o Mireia Belmonte, pero existen muchos más.

La relevancia que ha adquirido el COE y, consecuentemente, su presidente molesta en diferentes ámbitos, acostumbrados a vivir en el inmovilismo. A Alejandro Blanco no sólo no le crecen los enanos, sino que se le encogen los enemigos (léase José Luis Sáez, que lo odia desde que no le dio una vicepresidencia; Jaime Lissavetzky, Gallardón, Urdangarín, Mercedes Coghen...), como escribió hace unos días Enrique Marín, y eso sucede como consecuencia de su gestión y honestidad, porque fue al COE a servirlo y no a servirse.

Su gran reto de este mandato es conseguir los Juegos Olímpicos de 2020 para Madrid el próximo 7 de septiembre en Buenos Aires. Cualquiera en su posición hubiera preferido quedarse en una segunda línea de la candidatura, siempre con la atención de los focos por su cargo, pero sin jugarse nada; pero él no, por una cuestión de capacidad de trabajo.

Blanco sabe que se juega una parte importante de su prestigio en el proceso de elección de la sede olímpica de 2020, especialmente porque sus enemigos le están esperando, pero seguro que no le preocupa.

Más que un simple pionero

HUBO UNA época en la que Rafa Gil, para ganarse unas ‘perrillas’ mientras estudiaba Delineación, acudía al campo de tiro de Cernadiñas Novas, al igual que otros jóvenes, para cargar continuamente las 15 máquinas que lanzaban los platos. De esa manera se ganaba entre tres y cuatro céntimos por cada uno, que suponían un atractivo ‘botín’ al final de cada jornada.
Un día, mientras esperaba a que llegasen los tiradores, apareció por el campo de Bora un señor con un arco y unas flechas. Lo que sorprendió a Rafa y sus amigos -entre ellos estaban Chacón y Corrochano- es que no era para jugar a los ‘indios y vaqueros’, sino para practicar deporte. Lo que fue inicialmente una manera de ‘matar el tiempo’ antes de comenzar con el trabajo se convirtió en un apasionante hobbie y una manera de sentir.

Lo que Rafa y sus amigos no sabían es que estaban poniendo los cimientos del tiro con arco en Galicia, que era absolutamente inexistente en la comunidad autónoma. Aquella primera vez dio paso a una actividad continuada porque les enganchó, especialmente a Rafa. Era la primavera de 1972 y meses más tarde, en concreto en agosto con motivo de las fiestas de A Peregrina, se llevó a cabo en el Pabellón Municipal –había sido inaugurado unos años antes- la primera exhibición de este deporte en Galicia. En la línea de tiro, doce deportistas que habían acudido desde Vigo, A Estrada y varios pontevedreses.

Su afición por este deporte creció, pero el conocimiento era mínimo y los medios menos. Lo único que no faltaba era buen material, cada uno se pagaba el suyo, porque gracias a Chacón -por aquel entonces su familia tenía una de las mejores tiendas de deporte de Galicia- tenían la posibilidad de adquirir las flechas y los arcos de marcas tan prestigiosas como Yamaha, que era la mejor del mercado. La única manera de mejorar era aprendiendo por error y aplicando la lógica, hasta que se estableció en Vigo un pucelano de nombre Julio Rodríguez de la Llana, que se convirtió en el primer delegado en Galicia de la Federación Española de Tiro con Arco. Comenzó a enseñarles y la mejora fue considerable.

A la exhibición veraniega del año 72 le sucedió la primera competición oficial al aire libre celebrada en Galicia, que tuvo como escenario el por aquel entonces Estadio de la Juventud, en la actualidad Centro Galego de Tecnificación Deportiva. El competir nunca fue una obsesión para este pontevedrés cuyos antiguos alumnos del Sagrado Corazón aseguran que tiene mucha fuerza en las manos. A pesar de eso, siempre fue un asiduo de cualquier trofeo y en 1974 formó parte del primer desplazamiento fuera de Galicia que hicieron arqueros de esta región. Fue a Madrid, con motivo de las competiciones que el antiguo régimen organizaba el Primero de Mayo.

Poco a poco el tiro con arco dejó de practicarse en la ciudad. Los núcleos importantes pasaron a Vigo y a la provincia de A Coruña, que es la que tiene más practicantes en la actualidad, algo que coincidió con la retirada de Rafa Gil a mediados de los años ochenta como consecuencia de una enfermedad. Hasta que en 1991 un día hicieron por verlo un grupo de personas que pocos meses antes habían creado el primer club de la historia de este deporte en la ciudad. Buscaban al viejo maestro, no por edad sino por antigüedad en el deporte, para que las ayudara. En la actualidad el Boa Vila sería imposible de entender sin Rafa Gil.

Era como volver a empezar, pero con la dificultad de no contar con un lugar adecuado para la práctica de este deporte. El colegio de Campañó, el Instituto de A Xunqueira, el local de los vecinos de Cerponzóns  y hasta un corral de vacas fueron el escenario de los entrenamientos hasta que encontraron cobijo en el Casino Mercantil.

Hubo un momento clave, un día de 1991 cuando el club organizó, ni sin pocas dificultades, un campeonato en el Sánchez Cantón. La respuesta de público y practicantes  fue asombrosa. Aquello fue el empujón necesario para que la pasión no se detuviera nunca. Tres años más tarde desarrolló un Campeonato de España –el próximo mes de junio llevará a cabo otro- que fue un rotundo éxito en todos lo aspectos.

Han pasado casi 41 años de aquella primera vez. Cuatro décadas desde que este pontevedrés silencioso, y muy buena persona según aseguran los que le conocen, se enganchó para siempre a un deporte, en la máxima expresión de la palabra,  porque el placer lo encuentra al preparar las flechas, al limpiar el arco…  da igual el resultado porque cuando su mujer lo nota estresado le pide que vaya tirar y funciona, porque regresa relajado.

Este pontevedrés de casi 60 años es uno de esos que forman parte del grupo de imprescindibles, de los que nunca reclaman el lugar que les pertenece en la historia del deporte gallego, pero que sin ellos nada hubiera sido lo mismo, y en este caso seguro que peor. El tiro con arco gallego presumió en los Juegos de la XXX Olimpiada, los de Londres, de contar con una finalista, pero todo empezó aquel día de primavera de 1972 en el que Rafa Gil se enamoró de este deporte cuando estaba esperando para ganarse unas ‘perrillas’.

domingo, 3 de febrero de 2013

El rugir de la pantera

Cuando era un niño comenzó a hacer guantes en un improvisado ring cerca de la playa de Canelas de su Vilaxoán natal, donde un exboxeador del pueblo, Vicente Martiñán, lo encaminó hacia el deporte de las doce cuerdas y a Felipe Rodríguez Piñeiro, el hijo de un humilde marinero, se le abrió el porvenir.

Emigró a Zaragoza y después a Madrid, en donde en 1972, con 19 años, disputó su primer combate. Gracias a su talento pronto pasó a formar parte del equipo español aficionado, con el que ganó en 1974 la medalla de plata del V Torneo Internacional de Holanda, un año después subió a lo más alto del podio en los Juegos Mediterráneos que se disputaron en Argel. Como amateur fue campeón nacional de los pesos pesados en 1974 y 1976.

Sus excelentes resultados en el campo aficionado le sirvieron para dar el salto al profesionalismo. Lo hizo en 1977, en concreto el 13 de mayo, cuando derrotó a Francisco López Barrilado. Era un debut perfecto. Su carrera cogió un impulso considerable y comenzó a ser un referente. La oportunidad de hacer guantes por el cinturón nacional de los pesados le llegó un año después.

El nombre de ‘Pantera’ Rodríguez estará siempre unido al de Pontevedra porque fue donde más veces peleó y donde era un verdadero fenómeno de masas. En aquella época las veladas de boxeo eran auténticos acontecimientos. El Pabellón Municipal se quedaba pequeño, especialmente cuando peleaba el púgil de Vilaxoán. Fue donde más combates disputó, poniendo en juego cuatro veces el Campeonato de España, frente a Alfredo Evangelista, Avenamar Peralta y Fermín Hernández. También se subió al ring en la plaza de toros, que fue escenario de alguno de sus momentos estelares.

El 1 de abril de 1978 logró por primera vez el cinturón nacional de los pesados, al vencer a Fermín Hernández. Nadie consiguió arrebatarle ese título a pesar de las numerosas defensas que hizo. Inolvidables fueron las dos que protagonizó con uno de los grandes de este deporte en España, Alfredo Evangelista, el ‘Lince de Montevideo’, que nunca le pudo tumbar.

Mito y promesa se enfrentaron por primera vez el 14 de julio en Pontevedra. Es uno de los grandes días en la historia del boxeo en la ciudad del Lérez. Evangelista era una leyenda. Dos años antes aguantó los golpes de Muhammad Alí en 1977 y se mantuvo en pie el combate entero; perdió a los puntos. Pocos eran los que apostaban por el de Vilaxoán frente a un rival que necesitaba la victoria para relanzar una carrera que no pasaba por un buen momento tras perder en Bilbao el título europeo ante el italiano Lorenzo Zanon, que meses más tarde se cruzaría en el camino de ‘Pantera’. El enfrentamiento fue declarado nulo después de diez asaltos.

La pelea con Evangelista le valió para poder optar al título europeo. Fue el 10 de octubre de ese año en Turín. Décadas después reconoció que había sido su gran oportunidad, pero le pudo la responsabilidad; le cargó las piernas y cruzó las doce cuerdas atenazado. «Me sentía incapaz de moverlas. Lo hubiera derrotado fácilmente de no ser así», dijo.

Aquella derrota le supuso una gran decepción porque el púgil lombardo no era superior. Algo más de un año después volvió a enfrentarse con Alfredo Evangelista con el título nacional de los pesados en juego. Fue el 2 de enero de 1981 en Palma y el resultado fue el mismo que en la pelea de Pontevedra.

Se repetía la historia porque justo después de un combate con el uruguayo nacionalizado español volvió a optar al cetro continental y lo hacía en Pontevedra, por lo que representaba una extraordinaria oportunidad. En esta ocasión el adversario fue el francés Lucien Rodríguez. El Municipal registró un lleno inolvidable con más de cinco mil personas que aquel 14 de marzo quisieron estar al lado de su ídolo, pero pocos podían imaginarse que acabaría viviendo una de sus noches más negras al morderle la oreja a su rival. Fue un gran escándalo. Meses después se celebró la revancha, también en la ciudad del Lérez, pero en la plaza de toros, donde ‘Pantera’ volvió a perder.

Tenía condiciones para ser campeón de Europa, pero no siempre estuvo bien asesorado en un deporte por el que pululan muchos oportunistas en busca de dinero rápido y fácil. En los años 1983 y 84 Enrique Soria se encarga de su preparación, peleando en Alemania, Dinamarca, Italia y Sudáfrica.

Disputó 38 combates, ganando 25, hizo cinco nulos y perdió en ocho ocasiones. Peleó contra púgiles como Tom Halpern, Albert Sybem, Tony Moore, Terry O´Connor, Alí Lakusta y Alfredo Evangelista. Se retiró del boxeo activo el 8 de agosto de 1987, peleando contra el francés Jean Chanel.

Tras bajarse definitivamente del cuadrilátero trabajó en una compañía de seguridad y en el programa ‘Luar’ de la TVG junto a José Ramón Gayoso, posteriormente regresó a Vilaxoán para trabajar de vigilante jurado en la Cofradía de Pescadores ‘Virxe do Rosario’.

Un tumor cerebral acabó con su vida en el primer día del mes de junio del año 2000. El 8 de abril de ese año el pabellón de Fontecarmoa (Vilagarcía) resultó insuficiente para dar cabida a quienes acudieron a su homenaje, en el que se respiraba una sensación de despedida en el ambiente.

martes, 29 de enero de 2013

Camino por el infierno

La carrera más dura del mundo es como una fantasía albergada en alguien que ha perdido la cordura. Una cita con la épica que engrandece la historia de un deporte



Aseguran que para alcanzar el cielo, primero hay que pasar por el purgatorio. En la carrera más dura del mundo, antes de alcanzar la gloria, que significa llegar al centenario velódromo de Roubaix, hay que sufrir los más de 250 kilómetros que le separan de Compáigne (ciudad a 55 Km al Norte de París, cuya iglesia principal recibe el nombre de Santiago El Mayor en ofrecimiento al Apóstol enterrado en Compostela).

Más de 250 kilómetros en los que el sufrimiento es sinónimo de gloria y en los que hay más de medio centenar llenos de pavés (aunque en muchos tramos, más que adoquines son piedras), lo que convierte esta prueba en algo más, mejor dicho: en mucho más.
La París-Roubaix nació de la idea de dos empresarios como preparación para la Burdeos-París, que en 1886 era la carrera ciclista más importante. Ni Théo Viennen ni tampoco Maurice Perez eran conscientes de que acababan de poner en marcha la clásica más legendaria, porque en la actualidad no solamente es la prueba pedalística más antigua del planeta, sino también la más dura y a la vez histórica, pero no únicamente por su complejidad, sino por todo lo que la rodea.

Cada segundo domingo del mes de abril todo el planeta ciclista centra su atención en las carreteras del Norte de Francia, aquellas que fueron definidas como un infierno por como habían quedado después de la primera Guerra Mundial, pero aquel calificativo ha servido perfectamente para explicar la cita que también recibe el sobrenombre de ‘la última locura’, porque para muchos corredores del pelotón disputarla es una locura, para otros un sueño.

“Es mágica. Uno se siente bien corriéndola, aunque el sufrimiento en las manos, en las piernas, en la cabeza… es mortal”, asegura el actual ciclista del Movistar Team, Carlos Oyarzun, que en las dos campañas anteriores militó en el Supermercados Froiz, con el que dio el salto al profesionalismo. El chileno disputó el pasado domingo su primera París-Roubaix, que no pudo terminar por culpa de una caída; sin embargo, eso no le impide expresar su enamoramiento por la prueba: “Uno se siente bien corriendo en el infierno”.

Para su compañero Iván Gutiérrez, vigente campeón de España de contrarreloj, la de este año fue su quinta experiencia, porque está enamorado “de una carrera única. Es tan dura como increíble. Se sufre, pero a la vez uno es feliz”.

Esa pasión surge de un recorrido que reúne, en su tramo final, 27 sectores de pavéss -calificados con estrellas desde una hasta cincoque son verdaderas torturas por su estado. Caminos que no son ni aptos para los coches, pero por los que ‘vuelan’ los ciclistas camino de Roubaix.

El sufrimiento no solamente está en superarlos, sino en la tensión que se vive en el pelotón. “Duele más la cabeza que las piernas. Puedes estar muy fuerte, pero si no te colocas bien, no vale de nada”, reconoce el chileno Carlos Oyarzun.

Los nervios o las pugnas por una buena posición provocan muchas de las numerosas caídas, que en más de una edición tiran al traste las aspiraciones de algunos de los principales favoritos, como este año le sucedió a Sylvain Chavanel o al belga Tom Boonen que, sabiendo lo que es ganar tres veces en el velódromo de Roubaix, dice que el Infierno del Norte es el infierno verdadero, porque “es como si en cada pavéss se rompiera cada músculo de tu cuerpo”. Pero en cada adoquín hay gloria, porque el ciclismo, resquebrajado por las heridas de los intereses, está sustentado en la épica o en las hazañas de la lucha contra la lógica.

Alguien cuerdo se alejaría de este aparente sufrimiento, pero son pocos los que tras correrla reniegan de ella. Octave Lapize, que también ganó tres veces en el velódromo de Roubaix, justo al coronar por primera vez el Tourmalet en el estreno pirenaico del Tour, se bajó de la bici, cogió a uno de los organizadores por las solapas y le dijo: “Asesinos, son ustedes unos asesinos”.  Aquella dureza le pareció inhumana.

Esa sensación la han tenido casi todos después de correr la París-Roubaix, que con lluvia o sin ella es extrema. Rostros llenos de barro, de polvo, escenas de agotamiento límite, sangre… son normales tras la batalla en un medio tan hostil para el ciclista como son los adoquines. Por un rato todos reniegan del invento de Perez y Vienen, menos el que tiene el honor de levantar hacia el cielo el pavés con el que se premia al ganador. A muchos les puede parecer un simple trozo de piedra, pero es la razón de ser de esta leyenda. No en vano, en el Infierno del Norte nada es lo que parece.

La dureza extrema sabe a gloria, ese trozo de mitología reservada para unos cuantos elegidos. Cada edición es el guión de una historia épica, de una prueba cuya leyenda está escrita con la tinta del sudor, las lágrimas y la sangre de aquellos que siguen aumentan- do la gloria de la carrera más dura del mundo, porque ganarla es alcanzar la eternidad, pero acabarla es conquistar la gloria.

 Reportaje publicado en abril de 2011