martes, 30 de septiembre de 2014

El Mundial que cambió la historia

HACE 25 AÑOS, durante casi dos semanas, Galicia y especialmente la provincia de Pontevedra congregaron no solamente a las mejores  promesas de 16 selecciones nacionales, sino a la que está considerada como la mejor generación del  balonmano universal. Lo hizo con  motivo de la disputa de la séptima  edición del Mundial júnior. No  fue un campeonato cualquiera.  Se trató de la concentración de lo  que, a posteriori, sería una constelación de estrellas. Podía parecer, inicialmente, otra de tantas  reuniones generacionales, pero  con la perspectiva del tiempo se  puede considerar el comienzo de  una era única.
Aquel fue el campeonato de los campeonatos. Un evento excepcional que sirvió para que un día  como hoy, pero de hace un cuarto  de siglo, el Pabellón Municipal fuera escenario del encuentro con más  público de la historia del balonmano gallego, ya que más de seis mil  personas (dos mil se quedaron fuera y en la reventa incluso se llegó  a pagar 70 euros por una entrada  que valía siete) se dieron cita en el  recinto que, más de dos décadas  antes, había diseñado Alejandro  de la Sota.
El España-Unión Soviética fue el partido del campeonato. La final perfecta para una competición en la que participaron cuatro  jugadores  que posteriormente fueron elegidos como los mejores del mundo (Talant Dujshebaev en     1994 y 1996, Jackson Richardson en 1995, Stéphane Stoecklin en 1997 y Dragan Skrbic en 2000). La relación podía haber sido mayor si desde 1991 hasta 1993 la IHF convocara el premio o si alguna vez el  elegido hubiera sido alguno de los  que están considerados como dos  de los mejores porteros de la historia, el sueco Tomas Runar Svensson y el español David Barrufet,  integrantes de la amplia relación  de nuevo valores que comenzaron  a mostrarse al universo en tierras  pontevedresas.
«De allí salieron muchos de los que después serían los mejores del mundo, estrellas para Francia, Alemania, Hungría o España». La frase pertenece a Talant Dujshebaev, que 25 años después mantiene frescos en la memoria los  recuerdos de «un campeonato de  un nivel excepcional. Fue mi primer enamoramiento de España. En cada encuentro se vivía un gran ambiente. Pabellones llenos, encuentros intensos y ¡ganamos!».
‘Galicia 89’, que así fue como se denominó, también fue el lanzamiento de la mejor generación de  la historia del balonmano español.  Doce de los 15 jugadores entrenados por Cruz María Ibero acabaron  convirtiéndose en importantes en  sus respectivos equipos de la Liga  Asobal (solo Galisteo del Naranco,  Manolo Carmona del Atlético de  Madrid y posteriormente del Teucro y Juan Garalt del BM Madrid no  triunfaron) y la mayoría de ellos  integraron el bloque de la selección  que abrió para España las puertas  de la élite mundial (plata en el Europeo de 1996 y bronce en los Juegos de Atlanta de casi dos meses  después).
La selección española llegaba a la cita avalada por la plata conseguida dos años antes en Yugoslavia y con una generación en la que estaban depositadas muchas esperanzas. Cinco jugadores del BM Granollers (Jordi Núñez, Enric Masip, Mateo Garralda, Ricardo Marín y Jordi Fernández) formaban la columna vertebral, con el respaldo de los azulgranas David Barrufet, Iñaki Urdangarin y Fernando Barbeito; los jugadores del Bidasoa Olalla y Ordóñez y el colchonero Urdiales.
 Camino del podio
España no falló, hizo un Mundial perfecto. En la fase inicial logró el objetivo de acabar primera después de ganar a Checoslovaquia en el partido inaugural jugado en Santiago y a Islandia, mientras que en la última  jornada, con el pase garantizado,  perdió contra Alemania. Su mente ya estaba puesta en la segunda  ronda, para la que se clasificaban  los tres primeros de cada grupo.  Los que ahora son conocidos como  los ‘Hispanos’ se vieron la cara con  Polonia, Hungría y Suecia, con la  que se jugaron la clasificación para  la final en un épico partido (21-19),  en el que la afición pontevedresa  desempeñó un papel crucial y en  el que el portero Svensson tuvo un  rendimiento memorable (42 por  ciento de paradas). En ese encuentro nació el calificativo de la ‘mejor  afición de España’.
En el Mundial participaron potencias como la Unión Soviética,  Yugoslavia, Alemania o Suecia;  alternativas de poder como Francia y Corea o combinados ‘exóticos’  como Estados Unidos, que perdió  todos sus partidos por goleada,  Egipto o Argelia. En la primera fase la selecciones estuvieron repartidas  en cuatro grupos que tuvieron como sedes A Coruña, Ferrol, Lugo y Ourense. La provincia de Pontevedra fue escenario,  íntegramente, de la segunda parte  de la competición: fase de consolación, lucha por el título y finales  por puestos.
Los prolegómenos del Mundial  tampoco estuvieron alejados de la  polémica e incertidumbre porque  la organización –corrió a cargo de  la Federación Gallega de Balonmano- tuvo que modificar las sedes  porque Vigo optó por ocupar el pabellón de As Travesas con la actuación del Ballet Soviético, por lo que  uno de los grupos por el título –en  el que estaba España- se trasladó a  Pontevedra y el otro se desarrolló  entre Chapela y O Porriño. Caldas  y Lalín también fueron escenario  de partidos.
De todas las estrellas que brillaron hubo una que lo hizo por encima de las demás. El de ‘Galicia  89’ fue el Mundial de un jugador  de ojos rasgados, con una cintura  que se movía como una mariposa y  cuyos lanzamientos, igual que los  puños de Ali, picaban como una  avispa. Había nacido 21 años antes en Frunze, en la ahora independiente República de Kirguistán,  que en aquella época pertenecía a  la Unión Soviética. Su seleccionador lo reservó en el partido decisivo  -el último de la segunda fase- contra Yugoslavia para que llegara  fresco a la final, en la que dio todo  un recital, con doce goles, y dirigió a su selección hacia el título a costa de España (17-23).
Aquel chico valiente en la pista, pero tímido fuera de ella, era  Talant Dujshebaev. «Galicia fue  clave para mi carrera», reconoce.  Años más tarde, tras la desintegración de la URSS, se convirtió  en un español más.
El del genio de Kirguistán, que en Galicia comenzó a enamorarse de España, fue uno de los nombres propios de un campeonato que engendró a una generación que agrandó la historia del balonmano mundial.
Soviéticos y españoles se repartieron los dos primeros cajones  de un podio que completó la Yugoslavia del que acabaría siendo  portero del Teucro, Dejan Peric, y  que contaba con un equipo excepcional con jugadores como Matosevic, Dragan Skrbic y Jovanovic.  En la lucha por el bronce superó a  Alemania. El cuadro de honor lo  completó Islandia, que fue quinta  tras superar a Francia.
Fue el Mundial en el que triunfó una afición que asombró por  su respuesta y en el que también  lo hicieron una generación que  transformó la historia y un grupo  de jugadores que cambió el destino  de la selección española.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Asteroide humano

Miguel Induráin, se convertía hace 20 años -se cumplieron el pasado martes- en el velódromo de Burdeos, en el corredor mas rápido de la historia en dar pedales durante una hora. Una hazaña que ampliaba, todavía más, la leyenda de uno de los mejores ciclistas del mundo.




‘ASTEROIDE HUMANO’. Así tituló Diario de Pontevedra, a toda página, su portada del 3 de septiembre de 1994, un día después de que Miguel Induráin, el fenómeno deportivo de aquel entonces, agrandara su leyenda batiendo el récord de la hora. Un logro que se tomó como la culminación de la carrera de un ciclista que acumulaba cuatro tours de Francia y dos giros de Italia.

El navarro, con su revolucionaria bicicleta que se bautizó como ‘Espada’, recorrió 53,04 kilómetros en una hora, aunque su récord estuvo vigente muy poco tiempo. Solo dos meses después, el suizo Tony Rominger, que nunca pudo vencerle en una gran vuelta, se sacaba la espinita y al menos batía a Induráin sobre el velódromo, que lo intentaría una segunda vez al año siguiente en Colombia, sin éxito, en el que sería el comienzo del declive en su carrera.

Los 53,040 kilómetros recorridos por Induráin en Burdeos están considerados como una marca que ya entonces, en 1994, se estimó que quedaba por debajo de las posibilidades reales del ciclista navarro.

Antes de intentar el récord, Miguel Induráin se sometió a una prueba de esfuerzo en el laboratorio que determinó que su potencia máxima era de 572 vatios, que su potencia en el umbral láctico (antes de que la acumulación de lactato en la sangre produzca la fatiga insuperable), era de 505 vatios (dato excepcional), y que con esa potencia, con el corazón latiendo a 183 pulsaciones por minuto y los músculos gastando 5,65 litros de oxígeno por minuto, la velocidad que debería alcanzar durante un buen rato sería de 52,8 kilómetros por hora. Estos datos coincidían, con pequeñas variaciones, con los conseguidos en otra prueba realizada no sobre bicicleta estática, sino en un velódromo. El día que batió el récord de la hora, Induráin desplegó una potencia de 509,5 vatios, nada menos que un 17% más de lo calculado.  Esos registros hacen que el navarro sea considerado como el número uno del ranking histórico del récord de la hora.

El gran Eddy Merckx, a principios de los 70 y el italiano Francesco Mosser, en 1984, fueron los últimos grandes ciclistas que consiguieron ser los más rápidos después de una hora dando vueltas en un velódromo. Pero con la aparición de Graeme Obree en 1993, el récord de la hora volvió a ponerse de moda. El ‘escocés volador’  revolucionó esta prueba al participar con una bicicleta creada por él mismo y con una postura bastante extraña sobre la misma. Batió el record de la hora en dos ocasiones, arrebatándoselo en esta seguida ocasión a Chris Boardman, aunque curiosamente jamás dio el salto al ciclismo profesional.

La segunda marca establecida por Obree fue la que el 2 de septiembre de 1994 batió Miguel Induráin en el velódromo de Burdeos, que en el primer lustro de los noventa se convirtió en el lugar de peregrinación del récord de la hora. No en vano, allí fue donde Rominger, dos meses después del registro del pentacampeón del Tour, le arrebató el registro.

Y cuando parecía que nadie iba a poder arrebatarle ese récord, volvió Chris Boardman en 1996 y el gran contrarrelojista británico, campeón mundial de la disciplina en 1994, llegó a superar la barrera de los 56 kilómetros usando el mismo estilo que en su día utilizó Obree sobre la bicicleta.

Después llegó el vacío y posteriormente la prohibición de la UCI. Todos los récords desde Merckx en adelante fueron cancelados porque se usaron materiales y bicicletas revolucionarias, convirtiendo la prueba en una guerra tecnológica en lugar de una lucha de esfuerzo humano.  Los registros logrados con ‘bicicletas tecnológicas’ fueron englobados en una nueva categoría denominada ‘Mejor esfuerzo humano’.


Y así, sin ningún elemento que favoreciera la aerodinámica, Chris Boardman batió al ‘caníbal’  Merckx en el año 2000. Su récord se mantuvo vigente hasta 2005, cuando se consiguió la marca que ahora mismo se considera como oficial, los 49’7 kilómetros que consiguió el ciclista checo Ondrej Sosenka, un ciclista ya retirado que fue más veces noticia por el dopaje que por sus éxitos como profesional.

domingo, 30 de marzo de 2014

El sí que lo cambió todo

EN 1980 el deporte español vivía su particular Transición. Eran momentos absolutamente decisivos y también de cambios, mientras que en el exterior la Guerra Fría estaba en su máximo esplendor cuando el movimiento olímpico se encontraba en una delicada situación, especialmente a raíz de los Juegos de Montreal de 1976.

Para los Juegos de 1980 solo se presentaron dos candidaturas, la de Moscú y la de Los Ángeles. Por un voto de diferencia, en la sesión de Viena de 1974, la victoria fue para la capital soviética y debido a la falta de interés de otras ciudades el COI otorgó, posteriormente, la celebración de la edición de 1984 a la ciudad americana.

La falta de interés no era el único problema para el COI y tampoco el más grave, ya que el sentimiento de boicot, que ya padecieron los Juegos de Montreal, iba en aumento. A finales de 1979 el disidente soviético Vladimir Bukovski fue uno de los primeros en pedir la no participación en la cita olímpica con un duro artículo editado, el 17 de noviembre, en un periódico parisino bajo el título: ‘Por el boicoteo’. Pocos días después del comienzo de 1980 el entonces presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, anunció el boicot americano y pedía a sus aliados no viajar a Moscú en verano. La invasión soviética de Afganistán fue el argumento usado por el mandatario americano. Los apoyos a la medida fueron numerosos, entre ellos el del propio presidente español, Adolfo Suárez, que poco después de reunirse con Carter, el 14 de enero, manifestó que «no es deseable la participación en Moscú, ni que los atletas usen el himno y la bandera española en esos Juegos».

Ese respaldo gubernamental al boicot no solo era un problema para los deportistas españoles, que veían trastocadas sus aspiraciones, sino también para Juan Antonio Samaranch, que en aquella época era el embajador de España en Moscú y aspiraba a suceder como presidente del COI (el catalán era vicepresidente) a lord Killanin, que había anunciado que no se presentaría a las elecciones que se llevarían a cabo en la sesión olímpica que se celebraría tres días antes del comienzo de los Juegos de la XXII Olimpiada.

Un boicot a los Juegos sería el final de las aspiraciones de Samaranch, que en los pronósticos aparecía como uno de los principales favoritos. Muchos intereses se enfrentaban. Por un lado, los del deporte español y sus protagonistas, y por otro, los de un gobierno que necesitaba abrirse al exterior para demostrar los aires de cambios que se vivían en España, por lo que no enfadar a Estados Unidos era determinante.

En esa ‘guerra’ de despachos jugó un papel absolutamente determinante el marinense Jesús Hermida Cebreiro, que días después del anuncio de Carter y el respaldo de Suárez había sido nombrado por el expresidente recientemente fallecido director general de Deportes -con la primera Ley del Deporte de la democracia aprobada por el Congreso de los Diputados un día como hoy de hace 34 años, se convirtió en el primer secretario de Estado para el Deporte- y posteriormente elegido presidente del Comité Olímpico Español, ya que, aunque la ley le permitía ser automáticamente regidor del COE, él decidió que su nombramiento tenía que se refrendado por las urnas.

La decisión de España de no ir a los Juegos de Moscú era firme. Casi nadie contemplaba un cambio de postura, aseguran que ni siquiera Juan Antonio Samaranch.

«El Gobierno había decidido no ir a Moscú, pero el deporte español no se lo podía permitir», reconocía ayer Hermida, que destacaba que «el tiempo nos dio la razón porque nuestra representación (166 deportistas) consiguió los mejores resultados hasta los Juegos de Barcelona. Teníamos buenos deportistas y aumentaban las opciones de medalla debido al boicot».

Convencer a Suárez, pero sobre todo al ministro de Cultura, del que dependía el Consejo Superior de Deportes, no fue una tarea sencilla. «Ricardo de la Cierva tenía instrucciones contundentes. Mantuvimos varias reuniones, pero la postura no cambiaba». Hermida lo tenía claro, si España no iba a los Juegos dimitiría, y así se lo hizo ver a sus superiores. Mientras tanto las adhesiones al boicot iban en aumento, por lo que el clima no era el adecuado para una opinión diferente. Alemania Federal, Japón, Canadá, Kenia o China habían dicho no a los Juegos y así hasta 66 países, por lo que en Moscú solo participaron 80, el número más bajo desde Melbourne 1956.

Otro de los hándicaps era el clima de crispación que se vivía en la política española y las críticas que recibía Adolfo Suárez, por lo que la participación olímpica no parecía una prioridad. Cuando la decisión parecía definitiva se produjo una llamada clave: cuando el secretario de Estado para el Deporte estaba reunido con el ministro de Cultura, al otro lado del teléfono estaba Suárez. De la Cierva le insistió en el tema del boicot y el presidente se dio cuenta de que en el despacho estaba Hermida, por lo que pidió que se pusiera.

«En la conversación le hice ver que teníamos que ir y él acabó contestándome que hablaría con Marcelino (Oreja, ministro de Exteriores) para cambiar la decisión, pero le comenté que yo era gallego y no me fiaba porque sabía que Adolfo (Suárez) le diría a Marcelino que diplomáticamente me dijera que no, por lo que ante mi insistencia me pidió que fuera al día siguiente al Congreso», recuerda Hermida. La sorpresa es que, cuando estaba entrando en la Cámara baja, el jefe de gabinete del Ministerio de Cultura le comunicó que «los socialistas acababan de presentarle una moción de censura a Suárez, por lo que era mejor que me fuera; sin embargo, decidí entrar y hablé con Marcelino (Oreja)».

En esa conversación en el hemiciclo, en la que también participó el ministro de Cultura, se pactaron las reglas para ir a los Juegos y, al mismo tiempo, no herir la sensibilidad de la diplomacia de otros países. España desfilaría bajo la bandera del COE (Gran Bretaña, Francia o Italia también usaron esa fórmula) y se tenía que visualizar que la decisión era del Comité Olímpico en una votación ajustada. «Ganó el sí por tres o cuatro votos, y todos contentos», confiesa Hermida. De esa manera Samaranch, y también los deportistas con clasificación, respiraban tranquilos porque su país iba a los Juegos; sin embargo, el de dos de sus principales rivales (un canadiense y un alemán), no. Días después, Hermida recibió la recomendación de que no fuera a Moscú porque, además de ser el máximo mandatario olímpico de España, también formaba parte de un Gobierno que no quería molestar a Estados Unidos ante la inminente visita a nuestro país de Jimmy Carter (25 de junio), en la que aprovechó para insistir en la necesidad de un boicot, pero la decisión ya era firme.

Juan Antonio Samaranch acabó convirtiéndose, el 16 de julio de 1980, en el séptimo presidente del COI y el que estuvo más tiempo en el cargo. De ese día Jesús Hermida guarda un recuerdo excepcional porque «asistí invitado a la entrega de despachos en la Escuela Naval en la que estaba S. M. El Rey, al que conocí cuando fue alumno en el centro. Cuando llegué a casa mi madre me dijo que acababa de telefonear Samaranch desde Moscú. Le llamé, contestó Bibis (Salisachs), que estaba feliz. Juan Antonio me dio la noticia y yo volví a la Escuela para dársela a Su Majestad, que estaba en la comida castrense. Me dirigí al marqués de Mondéjar (jefe de la Casa del Rey) y me pidió que se lo comentara yo personalmente. Nos felicitamos porque era una gran noticia para España y para el deporte español».

A partir de ese día, 16 de julio de 1980, la historia del movimiento olímpico cambió. Samaranch hizo que el CIO -como le gustaba decir a Coubertin- recuperase su prestigio, se acabasen los boicots y los Juegos se convirtieran en la ‘gallina de los huevos de oro’, pero probablemente nada de eso sería sin la perseverancia, diplomacia y gestión de la persona que dirigió la verdadera Transición del deporte español. El que lo democratizó, modernizó y abrió hacia el exterior, porque antes de la revolución de Barcelona 92 hubo otro cambio, y considerable.

domingo, 23 de febrero de 2014

La bandera centenaria














LA RECUPERACIÓN de los Juegos Olímpicos no solo era un viejo sueño de Pierre de Coubertin, sino su ideario vital, al que dedicó todo su trabajo, ilusiones y recursos económicos. Era un proyecto argumentado desde su particular pensamiento pedagógico y su visión de unir a los pueblos a través del deporte.

Intentando convencer a todos, viajó por todo el mundo hablando de paz, comprensión entre los hombres, y mezclándolo todo con la palabra deporte comienza a establecer los principios de la creación de los Juegos, porque Pierre soñaba con unir en una extraordinaria competición a los deportistas de todo el mundo bajo el signo de la unión y la hermandad y sólo por el deseo de conseguir la gloria; competir por competir.

La idea de Coubertin parecía insensata y chocó con mucha incomprensión, no en vano fue a la segunda intentona cuando consiguió, en 1894, la fundación del Comité Olímpico Internacional en la universidad francesa de La Sorbona, y dos años después se celebraron los primeros Juegos.

Recuperado el movimiento olímpico, Coubertin comenzó a dotarle de valores y de sentido. Nada estaba dejado al azar. De su amigo dominico Henri Didon cogió el que sería el lema olímpico: ‘citius, altius, fortius’. En los cuartos Juegos, los de Londres 1908, por primera vez desfilaron todos los deportistas, y cinco años más tarde dotó al CIO, como le gustaba decir, de su símbolo: los anillos, que no aros, olímpicos. Fue en agosto 1913 y los presentó a través de la publicación ‘La Revue Olympique’.

Su siguiente paso fue convertir los anillos en un símbolo, y en el Congreso Olímpico -no confundir con las sesiones del COI que se celebran cada dos años- de 1914 -el sexto de la historia, solamente se han desarrollado trece- presentó la bandera olímpica con motivo de la conmemoración del vigésimo aniversario del COI. La idea de Coubertin era simbolizar la unión entre las naciones de los diferentes continentes. El resultado son los cinco anillos entrelazados de diferentes colores -azul, amarillo, negro, verde y rojo- sobre el fondo blanco.

Muchos creen que cada uno de los colores corresponde a un continente; sin embargo, es una apreciación errónea -aunque sí es cierto que los aros representan a los cinco continentes- porque en su extensa biografía el pedagogo francés recalca que esos colores combinados con el blanco del fondo representan a todas las banderas de las naciones existentes en el mundo en 1913. “Estos cinco anillos representan las cinco partes del mundo que se han unido al olimpismo y que han aceptado competir sanamente. Además, los seis colores combinados representan a todas las naciones sin excepción. El azul y el amarillo de Suecia; el azul y el blanco de Argentina, Grecia y Guatemala; los tricolores de Alemania, Bélgica, Chile, Colombia, Estados Unidos, Francia, Hungría, Italia...; el amarillo y el rojo de España yacen junto a las nuevas banderas de Australia, Brasil y Venezuela, y a las del antiguo Japón y la joven China”, dejó escrito Pierre de Coubertin, que hizo hincapié en que “este es, realmente, un emblema internacional”.

La bandera se izó por primera vez en Alejandría, aunque, debido a que los Juegos de 1916 -estaban concedidos a Berlín- fueron suspendidos por la Primera Guerra Mundial, no hizo su debut olímpico hasta los de Amberes de 1920 que significaron un punto de inflexión.

En la revista ‘Olympic Magazine’, de noviembre de 1992 el historiador estadounidense Robert Barney comentaba que la idea de los anillos provino de la figura de dos anillos entrelazados -como el clásico emblema significando una pareja en matrimonio- de la Unión Francesa de Sociedades de Deportes Atléticos, organismo fundado por la unión de dos asociaciones deportivas francesas y de las ideas del psicoanalista Carl Gustav Jung, que comentaba que el círculo representa continuidad y al ser humano.


Durante su siglo de vida han existido tres banderas oficiales, las cuales poseen, además, un borde de  flecos o barbitas. La primera -fabricada en la tienda parisina de Bon Marché- fue usada para los Juegos de verano entre Amberes 1920 y Seúl 1988. La segunda es utilizada para los de invierno, desde los de Oslo 1952 hasta la actualidad. La tercera es usada para los de verano, desde los de Seúl 1988 hasta la actualidad.

martes, 18 de febrero de 2014

La coqueta pista que escupía en las curvas

Sabadell será escenario de una de las ediciones más especiales del Campeonato de España de pista cubierta, la de sus bodas de oro, pero en nuestro país la historia de una de las disciplinas que más gloria le ha dado al deporte nacional comenzó el 27 de noviembre de 1959 en las instalaciones de la Escuela Naval Militar de Marín con la celebración de la primera competición oficial, que estuvo reservada exclusivamente para alumnos del centro como anticipo a un periodo (hasta mediados de los años sesenta del siglo pasado) en el que se sucedieron numerosas competiciones abiertas a atletas de todos los clubes, a la vez que entraba en funcionamiento el Palacio de Deportes de Madrid (25 de febrero de 1960), que acabó convirtiéndose en el epicentro de una modalidad de la que, desde ese entonces, se han celebrado en España algunas de las mejores competiciones del mundo.


LOS COMIENZOS del atletismo de pista cubierta en España están unidos a dos nombres, el de la Escuela Naval y el de un exprofesor de esa institución, Rafael Berenguer (a mediados de los años sesenta del siglo pasado llegó a ser vicepresidente de la Federación Española), que fue el primero en lograr organizar una competición completa ‘a cubierto’. Hasta aquel otoño solamente había referencias de que en España se llevaron a cabo exhibiciones deportivas que incluían alguna modalidad atlética (longitud y altura, especialmente) en el teatro Circo del Ensanche de Bilbao en la primera década del siglo XIX y hasta que el edificio fue pasto de las llamas.

La organización de competiciones en pista cubierta era una vieja pretensión de los amantes del atletismo y especialmente de los deportistas, no en vano los más punteros, como el gran fondista Tomás Barri, tenían que irse al extranjero a competir. La construcción del Palacio de los Deportes de Madrid estaba llamada a cubrir esa demanda, pero antes de que abriera sus puertas, el atletismo indoor nació en la Escuela Naval de Marín, aunque el primer Campeonato de España no se disputó hasta 1965, un año antes del estreno de los Juegos Europeos en Dortmund (Alemania), a donde el país acudió con seis atletas. Desde entonces esta modalidad invernal ha experimentado un crecimiento constante y no ha dejado de deparar grandes logros y satisfacciones al deporte español.

Debido al clima de Galicia, Berenguer (por aquel entonces responsable del departamento de Educación de la ENM) buscó soluciones para que sus entrenamientos y su programa competitivo no se vieran condicionados en un centro que ya contaba con una pista exterior. De esa necesidad nació la idea de habilitar una instalación atlética en el gimnasio aprovechando sus dimensiones. Después de muchas conversaciones, planos y trabajo, la primera prueba oficial vio la luz el 27 de noviembre de 1959, reservada exclusivamente para alumnos del centro militar que compitieron en una pista de ‘petralit’ (madera en trozos con cemento), por lo que los atletas no podían utilizar zapatillas de clavos, viéndose obligados a usar calzado de tenis o de superficie rugosa en la planta.

Una de las principales dificultades para el desarrollo de las competiciones fueron los condicionantes de la instalación, «porque aquello no era una pista, sino un gimnasio para voleibol, baloncesto, balonmano... que adaptamos para el atletismo», reconoció más de 40 años después el impulsor de la iniciativa, por eso solo se podían montar una serie de pruebas, aunque el programa de las reuniones era amplio. Para salto de longitud se colocaban unas tarimas elevadas y las carreras eran presenciadas desde un balcón para no alterar el recorrido de las carreras.

La revista de aquel entonces ‘Atletismo Español’ reflejaba que la instalación tenía algunos defectos, ya que el trazado del anillo estaba condicionado por la existencia de unas columnas que obligaban a los participantes a frenar en seco al final de las rectas, aunque la propia publicación, en su número del mes de diciembre de 1959, también hablaba de futuras reformas que «dejarían una coqueta pista de 130 metros» y que harían que se pudieran obtener marcas aceptables. Además, existía una recta interior de 58 metros en la que se disputaron las pruebas de 50 yardas (40 metros) y 55 vallas (44 metros). También se podía saltar altura sobre colchonetas y practicar lanzamiento de peso. Una de las curiosidades fue que para amortiguar la caída del peso se forraba el ‘artefacto’ con cuero, por lo que la bola pesaba 7,450 kilos (actualmente está en 7,260 kg).

En la primera reunión atlética en pista cubierta que se llevó a cabo en España participaron exclusivamente guardiamarinas y contó con la presencia de cerca de unas 800 personas, entre ellos los mandos de la Escuela Naval Militar.

El héroe de aquella reunión fue Díaz Granda, que ganó tres pruebas: Se impuso en las 50 yardas con un tiempo de 5.7, en peso, ya que alejó el artefacto hasta los 11.02, que realmente eran más por el excesivo peso de la bola, y su recital prosiguió con su victoria en una prueba de salto de altura que afrontó bastante cansado, según relatan las crónicas de aquel entonces, que aseguraban que si no fuera así habría franqueado el listón en 1.75.

Dos de las pruebas más espectaculares de esta jornada inaugural fueron los 1.500 metros, con triunfo de Fernández García después de pasearse, literalmente, a partir de los mil metros (su marca podría haber sido perfectamente 15 o 18 segundos menor con algo de presión por sus rivales), y la otra gran cita fueron las 55 yardas con vallas, en las que Tomás García empató con Mosquera con un registro de ocho segundos.

Uno de los grandes méritos de la Escuela Naval fue que aquella reunión dio paso a más competiciones. La primera jornada no fue una anécdota, sino el germen del atletismo español de pista cubierta. El mando de la Escuela –según se explica en el libro ‘Historia del atletismo español en pista cubierta’- tomó en consideración las opiniones de sus técnicos y procedió a hacer las debidas rectificaciones en el trazado para poder mejorar el desarrollo de las competiciones.

Las pruebas se sucedieron y la pista fue mejorada, tal como refleja el periódico ‘El Pueblo Gallego’ de principios de 1960. Se amplió el perímetro de la ‘cuerda’ hasta 125 metros, lo que permitía disputar con cierta comodidad las carreras de mediofondo e incluso se instaló un foso elevado de salto con pértiga y un pasillo y foso de arena y serrín para salto de longitud y triple. De esos cambios se felicitaba ‘Atletismo Español’ porque «es una instalación completa para la práctica invernal de nuestro bello y espectacular deporte, que en cerrado resulta más espectacular todavía», sentenciaba.

Las mejoras permitieron dar una vuelta «a atletas de poco peso», según los calificaba ‘El Pueblo Gallego’, «a una velocidad de 16 segundos, lo que permitía hacer en unos 14 minutos los 1.500 metros», animaba ‘Atletismo español’, y marcas sobre los dos minutos en los 800 metros (el récord de España actual es de 1’43”). Las publicaciones, sin embargo, se lamentaban de que la pista no era practicable para distancias menores como los 400, «ya que entonces la curva ‘escupe’».

El idilio entre la Escuela y la pista cubierta se prolongó durante casi una década. En las siguientes reuniones la  participación ya fue abierta porque se invitó a los distintos clubes de atletismo de la provincia de Pontevedra. 

Esa amplia participación hizo que uno de los trofeos que adquirió más popularidad fuese el conocido como el de Reyes, que en 1960 se llevó a cabo por primera vez ante numeroso público, como relataba la prensa de la época, que destacaba que «hubo una enorme expectación. La gente siguió muy interesada la reunión», dijeron los cronistas.

Otra de las competiciones que tuvo más eco fue una disputada el 23 de enero de 1962, de la que hay constancia gracias a una crónica publicada en ‘El Pueblo Gallego’, que destacó el duelo entre un guardiamarina llamado Ramón Touza Prieto (en la actualidad, presidente de la Sociedad Gimnástica) y Gesteira, que representaba al club San Miguel de Marín. En los mil metros mantuvieron un espectacular duelo que se resolvió en los últimos diez a favor del segundo de los mencionados con un tiempo de 2.56.3, mientras que el ahora dirigente ‘gimnástico’ paró el reloj en 2.58. 
Otra de las estrellas de las competiciones era el vigués Carlos Pérez, que en 1960 había estrenado su condición de olímpico en los Juegos de Roma y por aquel entonces era un personaje muy conocido. Sus participaciones se saldaban casi siempre con victorias, aunque la pista no reunía las condiciones más idóneas para él. El propio Berenguer, promotor del proyecto, guardaba un buen recuerdo de «un buen saltador de altura que se llamaba Miramontes».
El matrimonio entre la pista cubierta y la Escuela es un pequeño ejemplo de la larga y fructífera relación que esa institución mantiene con el atletismo. No en vano, además de ser una gran cantera de atletas, sus instalaciones han dado cobijo a clubes, especialmente a la Gimnástica y al San Miguel.

lunes, 3 de febrero de 2014

Cuando Aragonés se enfadó

De cuando el Pontevedra hizo girar los focos de la atención hacia un pequeño rincón de la geografía española hay momentos inolvidables, pero dentro de la memoria colectiva del granatismo hay un partido que destaca por encima de los demás, el disputado el 28 de noviembre de 1965 en el que el conjunto que entrenaba Juanito Ochoa se puso líder de Primera División al derrotar a un Atlético de Madrid en el que uno de sus referentes comenzaba a ser Luis Aragonés, fallecido el pasado sábado.


El ‘Zapatones’ cumplía su segunda temporada en el conjunto colchonero después de peregrinar por diferentes clubes españoles en busca de la formación para llegar a ser una estrella, como era su sueño. Uno de sus primeros destinos fue el Plus Ultra, en el que coincidió con el que acabaría siendo una de las grandes leyendas del Pontevedra, Eduardo Calleja, que reconoce que «era una persona especial, bastante reservada y con mucho carácter, aunque cuando estaba a gusto te lo pasabas muy bien con él». Compartió equipo durante poco tiempo porque Aragonés fue cedido al Oviedo. «En sus comienzos jugaba como delantero, aunque triunfó después como interior».
Aragonés y Calleja volvieron a coincidir en los terrenos de juego, pero ya como rivales. El primer choque fue con Calleja vistiendo la camiseta del Pontevedra y el exseleccionador la del Betis, El partido correspondía a la temporada 63-64 y fue el primero de los diez enfrentamientos que tuvo contra el conjunto granate, no en vano a lo largo de su trayectoria como futbolista solo se perdió dos encuentros contra el conjunto de Pasarón, el de la primera vuelta de la liga 66-67 y y el de la segunda de la 67-68.
En las filas del Betis coincidió con otro de los futuros mitos granates, Ignacio Martín-Esperanza, que guarda un recuerdo excepcional del que fue su compañero y que tanto en privado como en público ponía al granate como ejemplo de superación.
«Nos llevábamos bien», reconocía ayer Ignacio Martín-Esperanza, que compartió el vestuario del Villamarín con Aragonés. «Él salió de allí para crecer como la espuma hasta ser uno de los grandes del fútbol español y yo fui lo que fui». El destino quiso que, tras fichar por el Pontevedra, se enfrentara con el que fue su compañero, del que destaca que «fuera de los terrenos de juego le gustaba mucho leer y le daba mucho valor a la amistad. Tuvimos una buena relación, aunque después, al llevar carreras diferentes, nos distanciamos».
Ambos siguieron caminos distintos que se cruzaron cuando el Pontevedra jugó en Primera. De las diez veces que se midió al conjunto granate, ocho lo hizo con la camiseta del Atlético, con el que marcó cuatro goles en tres temporadas diferentes, aunque probablemente el más importante fue el primero porque se produjo en el encuentro de la segunda vuelta de la liga 65-66.
Los de Juanito Ochoa asombraban con una trayectoria espectacular, mientras que los colchoneros soñaban con el título. En el primer duelo de esa temporada los que hicieron historia fueron los de Pasarón, porque el triunfo del 28 de noviembre les sirvió para situarse como líder en solitario. La vuelta era totalmente distinta. Aragonés -que ya tenía como compañero a Armando Ufarte- y los suyos necesitaban ganar porque estaban a dos puntos del Madrid a falta de cinco jornadas. El triunfo fue para los locales, pero aquel choque, jugado en el Metropolitano, no fue tan fácil como puede hacer ver el resultado (4-0). El encargado de abrir el marcador fue Luis Aragonés, que de esa manera inauguró su cuenta particular con el Pontevedra, a un minuto del descanso, pero el 3-0 no llegó hasta la recta final de un choque que fue un punto de inflexión para los colchoneros, que hicieron pleno de victorias para ganarle la liga al Madrid por un punto.
La calidad de Aragonés la padeció directamente Eduardo Calleja porque, «como yo jugaba de interior, me encargaba de defender al interior en punta, que era donde se ubicaba él». El que no olvida los duelos de Aragonés con el Pontevedra es Javier Irureta, que el sábado, al poco de conocerse la muerte del que había sido su compañero y entrenador, reconocía que nunca podrá olvidar una bronca que le echó en los vestuarios de Pasarón después de que el Atlético cediera un empate.