HACE 25 AÑOS, durante casi dos semanas, Galicia y especialmente la provincia de Pontevedra congregaron no solamente a las mejores promesas de 16 selecciones nacionales, sino a la que está considerada como la mejor generación del balonmano universal. Lo hizo con motivo de la disputa de la séptima edición del Mundial júnior. No fue un campeonato cualquiera. Se trató de la concentración de lo que, a posteriori, sería una constelación de estrellas. Podía parecer, inicialmente, otra de tantas reuniones generacionales, pero con la perspectiva del tiempo se puede considerar el comienzo de una era única.
Aquel fue el campeonato de los campeonatos. Un evento excepcional que sirvió para que un día como hoy, pero de hace un cuarto de siglo, el Pabellón Municipal fuera escenario del encuentro con más público de la historia del balonmano gallego, ya que más de seis mil personas (dos mil se quedaron fuera y en la reventa incluso se llegó a pagar 70 euros por una entrada que valía siete) se dieron cita en el recinto que, más de dos décadas antes, había diseñado Alejandro de la Sota.
El España-Unión Soviética fue el partido del campeonato. La final perfecta para una competición en la que participaron cuatro jugadores que posteriormente fueron elegidos como los mejores del mundo (Talant Dujshebaev en 1994 y 1996, Jackson Richardson en 1995, Stéphane Stoecklin en 1997 y Dragan Skrbic en 2000). La relación podía haber sido mayor si desde 1991 hasta 1993 la IHF convocara el premio o si alguna vez el elegido hubiera sido alguno de los que están considerados como dos de los mejores porteros de la historia, el sueco Tomas Runar Svensson y el español David Barrufet, integrantes de la amplia relación de nuevo valores que comenzaron a mostrarse al universo en tierras pontevedresas.
«De allí salieron muchos de los que después serían los mejores del mundo, estrellas para Francia, Alemania, Hungría o España». La frase pertenece a Talant Dujshebaev, que 25 años después mantiene frescos en la memoria los recuerdos de «un campeonato de un nivel excepcional. Fue mi primer enamoramiento de España. En cada encuentro se vivía un gran ambiente. Pabellones llenos, encuentros intensos y ¡ganamos!».
‘Galicia 89’, que así fue como se denominó, también fue el lanzamiento de la mejor generación de la historia del balonmano español. Doce de los 15 jugadores entrenados por Cruz María Ibero acabaron convirtiéndose en importantes en sus respectivos equipos de la Liga Asobal (solo Galisteo del Naranco, Manolo Carmona del Atlético de Madrid y posteriormente del Teucro y Juan Garalt del BM Madrid no triunfaron) y la mayoría de ellos integraron el bloque de la selección que abrió para España las puertas de la élite mundial (plata en el Europeo de 1996 y bronce en los Juegos de Atlanta de casi dos meses después).
La selección española llegaba a la cita avalada por la plata conseguida dos años antes en Yugoslavia y con una generación en la que estaban depositadas muchas esperanzas. Cinco jugadores del BM Granollers (Jordi Núñez, Enric Masip, Mateo Garralda, Ricardo Marín y Jordi Fernández) formaban la columna vertebral, con el respaldo de los azulgranas David Barrufet, Iñaki Urdangarin y Fernando Barbeito; los jugadores del Bidasoa Olalla y Ordóñez y el colchonero Urdiales.
Camino del podio
España no falló, hizo un Mundial perfecto. En la fase inicial logró el objetivo de acabar primera después de ganar a Checoslovaquia en el partido inaugural jugado en Santiago y a Islandia, mientras que en la última jornada, con el pase garantizado, perdió contra Alemania. Su mente ya estaba puesta en la segunda ronda, para la que se clasificaban los tres primeros de cada grupo. Los que ahora son conocidos como los ‘Hispanos’ se vieron la cara con Polonia, Hungría y Suecia, con la que se jugaron la clasificación para la final en un épico partido (21-19), en el que la afición pontevedresa desempeñó un papel crucial y en el que el portero Svensson tuvo un rendimiento memorable (42 por ciento de paradas). En ese encuentro nació el calificativo de la ‘mejor afición de España’.
En el Mundial participaron potencias como la Unión Soviética, Yugoslavia, Alemania o Suecia; alternativas de poder como Francia y Corea o combinados ‘exóticos’ como Estados Unidos, que perdió todos sus partidos por goleada, Egipto o Argelia. En la primera fase la selecciones estuvieron repartidas en cuatro grupos que tuvieron como sedes A Coruña, Ferrol, Lugo y Ourense. La provincia de Pontevedra fue escenario, íntegramente, de la segunda parte de la competición: fase de consolación, lucha por el título y finales por puestos.
Los prolegómenos del Mundial tampoco estuvieron alejados de la polémica e incertidumbre porque la organización –corrió a cargo de la Federación Gallega de Balonmano- tuvo que modificar las sedes porque Vigo optó por ocupar el pabellón de As Travesas con la actuación del Ballet Soviético, por lo que uno de los grupos por el título –en el que estaba España- se trasladó a Pontevedra y el otro se desarrolló entre Chapela y O Porriño. Caldas y Lalín también fueron escenario de partidos.
De todas las estrellas que brillaron hubo una que lo hizo por encima de las demás. El de ‘Galicia 89’ fue el Mundial de un jugador de ojos rasgados, con una cintura que se movía como una mariposa y cuyos lanzamientos, igual que los puños de Ali, picaban como una avispa. Había nacido 21 años antes en Frunze, en la ahora independiente República de Kirguistán, que en aquella época pertenecía a la Unión Soviética. Su seleccionador lo reservó en el partido decisivo -el último de la segunda fase- contra Yugoslavia para que llegara fresco a la final, en la que dio todo un recital, con doce goles, y dirigió a su selección hacia el título a costa de España (17-23).
Aquel chico valiente en la pista, pero tímido fuera de ella, era Talant Dujshebaev. «Galicia fue clave para mi carrera», reconoce. Años más tarde, tras la desintegración de la URSS, se convirtió en un español más.
El del genio de Kirguistán, que en Galicia comenzó a enamorarse de España, fue uno de los nombres propios de un campeonato que engendró a una generación que agrandó la historia del balonmano mundial.
Soviéticos y españoles se repartieron los dos primeros cajones de un podio que completó la Yugoslavia del que acabaría siendo portero del Teucro, Dejan Peric, y que contaba con un equipo excepcional con jugadores como Matosevic, Dragan Skrbic y Jovanovic. En la lucha por el bronce superó a Alemania. El cuadro de honor lo completó Islandia, que fue quinta tras superar a Francia.
Fue el Mundial en el que triunfó una afición que asombró por su respuesta y en el que también lo hicieron una generación que transformó la historia y un grupo de jugadores que cambió el destino de la selección española.